lunes, 17 de diciembre de 2018

Dos poemas

Alma

No sea alma gravitante en el vacío,
no podría aunque quisiera,
a ti asomarme.

Vana voluntad,
dedos que imagino resbalar entre botones,
a veces/ entre lápices.

No sea tan solo espíritu
incapaz de huirte y buscarte.

No seas ánima errante,
que no sabe de distancias
ni del tiempo apremiante.

No sea el agua que no eres tú,
ni la tierra que no es nadie.

Sea tu alma,
bendición de la mañana,
derretida nieve de montaña,
espuma de mar,
cuando sale el sol, cae la lluvia, y mis lágrimas.

Que si eres más que alma,
sea entonces…
Tu ayer, tu hoy y tu mañana.


Reloj

Anda el malogrado reloj,
en toda circunstancia, al engaño
como a la hora de verte
ande mintiendo sin medir el daño.

Va tiempista sin tiempo,
reloj, lo mismo lunes que sábado,
marcando sin marcar,
reloj parado.

¿Qué hora es?,
¿acaso hora de un algo?

No es la hora que dice el extraño reloj,
¿mentira?

¿Y si hay verdad?
¿algún resquicio de verdad?
que diga, por ejemplo
te extraño
y no sea inexacto.

Un reloj detenido
por muy mentirosa inocencia,
dice la verdad
dos veces al día.

Una: que vivo/ dos: que te amo.

viernes, 7 de diciembre de 2018

Oficio

Marcelo llega a casa, me pregunta qué soy, en qué trabajo. Respondo que soy estudiante de derecho, que trabajo en la municipalidad, que cuando acabe la universidad seré  abogado.

Cuando tenía su edad, recuerdo que invocar la profesión de los padres era recurrente en los compañeros del jardín, de un modo u otro, ellos se enorgullecían mencionando el oficio de sus progenitores, mi papá es policía, cuidadito con molestarme porque le digo y te mete a la cárcel; mi papá es abogado y gana harta platita; mi papá es médico, le diré que me dé una pastillita y me curaré.

Supongo que a mi hijo no le emociona mencionar que su papá es estudiante universitario, ósea no tiene profesión, no tiene magia ni súper poderes. Hay una significativa diferencia entre ser estudiante de derecho y ser abogado.

Cuando concluí la secundaria no tenía una idea cabal de lo que quería ser, tenía que decidir, escogí el derecho como quien sigue una tradición familiar (mi hermano mayor es abogado) como queriendo complacer a mis padres, en especial a mamá.

Recuerdo que a papá se le inflaba el pecho cuando decía a sus compañeros de trabajo que todos sus hijos son profesionales, recuerdo a mamá sentirse segura cuando contaba a las vecinas mi hijito mayor es abogado; mi segunda hija es contadora; la que sigue, pronto se colegiará contadora también.

Al ingresar a la escuela de leyes, no tardé en desencantarme de las ciencias jurídicas, me aburría mucho, no quería tomarme esa sopa de leyes y convivir con códigos el resto de mi vida.

Al cursar el tercer año, abandoné la carrera sin que mi familia lo sepa, durante años les hice creer, sobre todo a mamá, que seguía estudiando de manera regular, hasta que la mentira no soportó el avance de los años.

Fue grande la decepción de mi familia cuando confesé el engaño en que los tenía, perdí su confianza (que me tomo mucho tiempo recuperar), recibí todo tipo de regaños y llamadas de atención y desde entonces fui con motivos más que suficientes el hijo y el hermano que no merecían.

Retomé la carrera, y al poco tiempo di noticias de mi paternidad, que para mis seres queridos fue un segundo y definitivo golpe.

Iba a ser papá, así el mundo cambió, las prioridades se modificaron, uno es responsable de quien viene en camino. En ese contexto, terminar la carrera de derecho se hizo un larguísimo camino cuyo fin, en tanto pasan los años, parece hacerse más  lejano y difuso.

No obstante, no podría renegar de mi carrera, si no fuera por ésta, hoy no tendría el trabajo que me permite solventar los gastos y procurar los alimentos de mi familia. Haber seguido estudiando, en cierto modo, me ha facilitado las cosas, lo cual imagino sería preocupante de no haber estudiado carrera alguna.

Es gracias a esa tranquilidad que me depara la profesión inconclusa del derecho que puedo darme tiempo para escribir.

Ahora que me acerco al umbral de los 30 años, los cuestionamientos tocan la puerta, de forma similar a cuando uno termina la secundaria. Es tiempo de decisiones.

En la casa que dejé hace seis años, mamá espera. En la nueva casa, un niño de cuatro años contempla.

No está en mis planes dejar la carrera, todo lo contrario, espero un día obsequiar a mi familia y sobre todo a mi madre, el título profesional de abogado.

Espero poder dar a mi hijo una respuesta que sepa enaltecer el deber que tenemos todos de no renunciar a nuestros sueños, y cuando alguien le pregunte por el oficio de su padre, él pueda resolver con alegría y convicción invocando: Mi papá es escritor, me está escribiendo un libro.

jueves, 15 de noviembre de 2018

El estudiante mediocre

El estudiante mediocre está a media carrera y leal a su irremediable condición no le entusiasma seguirla ni mucho menos acabarla.

Se excusa declarando, sin el menor residuo de pudor académico, que la carrera que sigue, el derecho, lo aburre a morir.

El estudiante mediocre tiene la certidumbre de no haber nacido para las aulas universitarias, siempre que se ha sentado en una carpeta; rodeado de otras personas de quienes no ha dudado que son superiores a él, oyendo a un profesor por lo general aburrido y fijando su miope vista en una pizarra, ha tenido la nítida sensación de que su tiempo se pierde de la forma más tiránica y tediosa. En su caso, que duda sea el único, el colegio y la universidad le han servido de poco.

Asiste a diario a su universidad con una resignación familiar secreta, sólo para que sus padres los sigan manteniendo en su condición parasitaria.

Las huelgas, la consecuente ausencia de labores, le provocan un mórbido placer, se queda en casa. El tiempo le sobra, y él, halla regocijo perdiéndolo en su ocio solitario.

Al estudiante mediocre le llegan abundantes mensajes de un frente estudiantil con un común mensaje: Rechazo a las huelgas.

El estudiante mediocre es hipócrita, felicita a sus compañeros por su abnegada iniciativa, justifica sus inasistencias de cada sesión, de cada movilización, aduciendo que a esas horas está ocupado en sus prácticas pre-profesionales; miente, él no asiste aunque tuviera tiempo, muy al contrario suele esperar las huelgas con ansiedad egoísta anhelando además que duren mucho tiempo.

Tiene un diáfano recuerdo, en su época escolar, siempre que anunciaban un feriado, sea por el onomástico del director o por la gripe de la profesora, él y sus compañeros celebraban enardecidos con la felicidad de reo liberado, salvo hipócritas excepciones.

Le resulta difícil entender ¿Por qué esos compañeros sindicalistas más la gente que asiste a sus convocatorias son poquísimas? ¿Por qué enarbolar con las exageraciones del exhibicionismo un frente de estudiantes de faceta izquierdista? ¿Por qué no logran nada?

Al estudiante mediocre le hace gracia leer cada chapucería del frente, los considera mamotretos provistos de retórica barata, cuyo contenido, no lo convencen de nobles intereses colectivos sino de criolla sagacidad, con fingida indignación que les servirá muy pronto de trampolín político para alcanzar sus intereses egoístas.

El mediocre estudiante le es más fácil comprender que los alumnos están felices sin ir a la universidad; cree que no han cambiado la conducta de la época escolar; sabe además, que es posible que uno sin ir a la universidad tenga mejor oportunidad de aprender más y mejor; en todo caso, depende de cada quien.

El estudiante mediocre ha organizado su próximo semestre tomando en cuenta que el próximo será su año sabático.

Espera que los docentes no pierdan su verano, su reclamo es justo, la culpa es del gobierno, por lo mismo ha pedido a los designios del sindicato que reanuden las labores cuando acabe el verano.

Espera tener dinero suficiente para pagar el saldo de los cursos reprobados y abandonados del semestre anterior.

Se matriculará en todos los cursos que pueda, comprará los sílabos, hará un cálculo de lo estrictamente mínimo que deberá hacer para llegar a los exámenes de aplazados a cuya consecuencia comprará los recibos pequeñitos y verde-esperanzadores por adelantado, aunque tenga una débil esperanza de aprobar allí.

No plagiará, aunque nunca lo ha hecho, se promete una vez más, resistir la corrupta tentación, por lo mismo, preferirá desaprobar.

Al estudiante mediocre le alegrará saber que ha aprobado un curso, si son dos, se sentirá exitoso.

No asistirá a clases, aunque allí esté la señorita de quien está enamorado, mejor dicho, todo depende de los cálculos del silabo.

En cada examen, salvo los aplazados, salvo que haya estudiado (evento muy improbable), diligenciara de la misma manera que en el último semestre, pondrá su nombre, esperará lo que su cobardía sugiera (casi cinco minutos), entregará un inmaculado examen y mientras sonríe, agradecerá al profesor por su esfuerzo.

El estudiante mediocre es un hombre sin esperanzas, no espera nada de su universidad, no la detesta, al contrario, se siente orgulloso de ella, le agrada su historia, sus ambientes, sus edificios monumentales, sus jardines primaverales.

Su alma mater le gusta más ahora, sin alumnos, luce apacible, silenciosa… Es cuando el estudiante mediocre de vez en cuando, se cobija feliz, en los jardines universitarios a merced de la mocedad de los robustos arboles que le dan sombra; puede leer poemas y novelas; garabatear con nimia calidad sus primeros intentos de escritor; pero sobre todo, mejor que todo, tener la oportunidad redentora de dormir y olvidarse una vez más, de que es un estudiante mediocre y que hay una razón más (ahora escrita) para que el mundo lo deteste.

martes, 13 de noviembre de 2018

Malvado escritor

Cada vez que escribe, el escritor sabe que va a perder amigos, es un efecto inevitable, un resultado que logra efímeras tristezas pero que no vencen su innoble hábito.

El escritor está preparado para la escasez del amor, siente un extraño regocijo en su soledad; resiste su déficit de calor humano creyendo y predicando “es preferible tener lectores que amigos”.

No es inteligente ser amigo del escritor, no es aconsejable confiarle anécdotas, mucho menos intimidades ni secretos.

El escritor reduce su vida a dormir, leer y escribir, esta última actividad sin prescindir todas las vivencias que sus amigos le confían y que él anota con rigor de  biógrafo, las cuales serán materia esencial para que el escribidor teja sus historias, las mismas que destruirán el honor y respetabilidad de ellos.

El escritor, cuando publica gana una leve fama, la gente que es ajena a su entorno, saludan su talento malvado, lo felicitan, le animan a seguir su delirante oficio. No le proponen amistad, lo admiran. En otro ámbito, es rechazado, odiado, censurado y aislado.

No falta gente que sugiere un escritor mercenario con personajes que desean fulminar en letras, no es difícil imaginar que existe gente dispuesta a hacer favores para satisfacer su morbo.

El novel escritor no acepta esas apreciables ofertas; prefiere su espontaneidad desprovista de inmorales estímulos.

Aunque siempre lo duden, cree escribir sin intención destructiva, ha destinado su oficio a describir prejuicios, injusticias, hipocresías, mezquindades, vicios y otras manifestaciones de la bajeza humana, no para dar moralejas ni vengar a nadie, sino por la búsqueda de comprensión y solidaridad con ellos mismos, senderos literarios que naturalmente, sus amigos no reconocerán.

El garabateador de la ofensa, acepta que renuncien a su amistad, que se declaren enemigos suyos, que insulten y critiquen su obra en dosis de desprecio, despecho y resentimiento según el daño o perjuicio.

El escritor aunque resulte innecesario, oculta a sus amigos, con otros nombres. No sirve. La gente no es tonta, los ubican con precisión. Ante estas evidencias insalvables, la gente cuestiona al escritor para que confirme la identidad de sus personajes, el escritor aprende a contestar como cierto personaje de novela “ni tu puedes hacerme todas las preguntas, ni yo puedo darte todas las respuestas”, añade que su obra es nada más que literaria, que el no hizo un casting para que la gente (entre ellos sus amigos) se atribuyan personajes, la gente tiene libre albedrío para imaginar, alucinar y reconocerse en sus personajes, que de sus escritos no afirmará ni negará nada.

Los sobrevivientes en amistad del escritor, le reprochan, le sugieren que saque de publicación sus perversos artículos, deberías pedir permiso, avisar antes de publicar; ahora que lo hiciste y no puedes negar los estragos de tu obra, deberías pedir perdón, a los agraviados.

El malvado escritor tiene un argumento que le ha parecido irrefutable: Si los escritores tuviéramos que pedir venias, perdones y cargar con remordimientos, acabaríamos con nuestra vocación literaria por pura falta de tiempo.

El escritor no podría escribir nada más, no hay remedio, acepta la realidad, su fatal talento.

El escritor es sincero al extremo de la crueldad, no es cortés, esta última conducta consiste en una modalidad sutil de mentir, sobre todo a los amigos, y el escritor no quiere amigos ni anhela ser mentiroso de forma cortés.

Al escribiente no le importa conservar los amigos que le quedan le resultan nobles en exageración, no le interesa recuperar los perdidos, ni buscar a los extraviados, no quiere admitir a más, sería una negligencia canina intentar ser amigo del escritor.

La existencia de la gente le es real, si están a un metro suyo, entonces el escribidor; conocido o no, amigo, enemigo o ex-amigo, los saluda, les sonríe sin sentir alegría y trata de ser rápido en despedirlos.

El narciso escritor gusta de estar solo, presume que la sabiduría le llegará en su condición sedentaria, no le interesa la gente real, prefiere leer todos los libros del mundo que no tiene gente real.

Imagina la trayectoria de las juventudes del mundo: las fiestas cumpleañeras, los agasajos, los paseos, las amanecidas bohemias, el vino, la cerveza, los bailes, los conciertos, el cine, las charlas con risas sin fin, el sexo, los viajes, el amor.

El escritor se exonera del entretenimiento colectivo, no tiene redes sociales, usa poco el internet y el celular, evita las reuniones, lo cual se traduce en ventajas eficientes, nadie lo llama, nadie lo toma en cuenta, y el escritor es feliz así, porque ha pensado que existe virtud en estar distraído del mundo, en ser invisible, en no ser.

No celebrará los cumpleaños que quedan, sobre todo los de aquellos que por cuestiones afectivas o familiares debería festejar más, no espera ni quiere que celebren el suyo, la gente malvada no merece ser reconocida; no obstante, a veces no resiste, su carácter pusilánime, en ocasiones lo ha llevado a lugares que no imagino ni quiso conocer; vamos a ver el homenaje a Jimi Hendrix  le dijeron, está bien, vamos, contestó; no quería ir, pero ya estaba allí, escuchando esas bandas de rock estridentes, disfrutó, le gustó, quiso quedarse, más cuando a casa llegó a pesar de esos gozos innegables, le quedó un sentimiento disconforme, mejor hubiese sido quedarse en casa, acaso leer el paso de Odiseo en el "Averno" en la "Divina Comedia", acaso dormir. Las cosas están hechas, sucedieron, reconoce haberse divertido, reconoce también, haber perdido tiempo.

Encerrado en sí, el escritor padece de soledad y ha condenado su circunstancia humana a su glaciar indiferencia.

El escritor se entretiene cada día,  viendo los arreboles rosáceos de la tarde, viendo el sol más grande y avergonzado que se va tras los horizontes con curvas azules,  tiene la diáfana certidumbre de que mientras escribe ha perdido la amistad de alguien más... la de sí mismo.

viernes, 26 de octubre de 2018

Melgar



No me importa si muero
el infierno es rojinegro.

Palabras escritas en banderola de la hinchada del FBC Melgar.


Papá es hincha de la U; Karina, mi hermana, del Melgar, cuando tenía cuatro años y aún no tenía noción cabal de las cosas, papá decidió llevarme por primera vez a ver un partido de futbol en el monumental de la UNSA, se enfrentaban Melgar y Universitario precisamente, ante el abrasador calor de la tribuna oriente, papá me compró un gorro crema y guinda que llevaba estampada las palabras garra crema, recuerdo, el obsequio fue dado con especial cariño, estábamos emocionados, mi padre tenía la intención de que me hiciera hincha del equipo de sus amores, hacía méritos, estaba engreidor, sí quería gaseosa, cremolada o sanguchitos, él concedía los antojos con una sonrisa.

Por aquél entonces no sabía de banderas, de equipos y mucho menos de hinchadas. Del futbol, nada, solía patear en el patio de mi casa una pelota crackcito que se hinchaba al calor del sol, sin tener idea de lo que era una cancha, un arco, un gol, lo hacía para matar el rato. En la sala, de vez en cuando, solía ver a papá frente al televisor mirando una pantalla verde, en ocasiones contento en otras furioso, le preguntaba qué pasaba, el decía que estaba jugando la U o la selección peruana; quién tiene que ganar, volvía a preguntar, los blanquitos, los cremitas decía papá y yo con tal de apoyarlo hacía una barrita incipiente mirando esa misma pantalla, hasta que me aburría.

Aquel día en que papá pretendía hacerme hincha del equipo crema, no armó bien la estrategia, los propósitos se le contrariaron, aquel medio día caluroso, cometió dos errores, uno, llevar a mi hermana y dos, trasladarse a escasa distancia de la barra rojinegra.

Mi hermana, empezó a argumentar que tenía que ser hincha del Melgar, porque es el equipo de Arequipa y todo arequipeño debiera ser hincha de éste, y el argumento me pareció contundente (o es que todavía no sabía contradecir), claro si fuera de Lima, fijo que soy hincha de la U o Alianza o Cristal, pero no, eres de Arequipa, en consecuencia, hincha del Melgar pues… Luego que más bonita era la camiseta del Melgar, el rojo sangre, el negro luto, elegante y coincidimos en el gusto, papá iba por los sentimientos mi hermana por las razones.

Yo no miraba la cancha, no entendía las cosas que pasaban en el gramado, quedaba estupefacto ante la inmensidad del estadio, la gran cantidad de gente, las arengas, los aplausos y las olas, pero en especial, por el grupo de personas que saltaban, los instrumentos musicales, las caras pintadas y los colores rojo y negro en la piel, Karina se percató de lo seducido que estaba por el espectáculo y sugirió a mi padre que nos acercásemos al la barra, para que mi hermanito no se aburra dijo, él aceptó, ¡carambas!, no debió aceptar, tal vez no debió ser tan pasivo, (o tal vez sí) apenas estuvimos allí, mi hermana se contagió de la algarabía y los cánticos de la hinchada, papá miraba sentado con una seriedad apenas controlada, junto a mi hermana saltábamos entonando las canciones de apoyo al equipo Dominó, de rechazo al rival de turno.

Lo que menos ayudó a papá, fueron los goles, el primero, fue una especie de sismo en las graderías, fue sentir el corazón latiendo más rápido y fuerte por la impresión, fue contemplar a mi hermana y la multitud gritar en sincronía el gol, y unirnos en un abrazo fraterno, entonces papá se torno de serio a molesto, pero yo sentía esa alegría desbordante como el amanecer de un nuevo sentimiento, como una invocación al espíritu.

Minutos después, Melgar metió el segundo, y otra vez, junto a mi hermana, abrazados, brincando por el triunfo, dejando la garganta ¡gooooool! gritábamos, papá no aguanto más ¡Siéntense, carajo! dijo.

Obedecí, no recuerdo si es que mi hermana lo hizo, los minutos restantes se hicieron un tanto angustiantes e interminables, cuando el partido terminó, tenía una extraña sensación, no correspondí las comprensivas intenciones de mi padre (Marcelo, mi hijo de cuatro años, hoy es hincha del Melgar con una fórmula similar a la que papá practico conmigo, ayer nomás me pidió de obsequio una camiseta y me sentó de contento su solicitud). En cierto modo fue injusta la circunstancia, el rostro de autogol maldiciendo medio estadio del hombre más querido, y me sentía un tanto ingrato, ojalá tuviera el espíritu de quien sabe conservar los objetos valiosos y hubiese guardado esa gorrita de la U que él tuvo a bien regalarme (pero la usé, la utilicé hasta que de viejo o yo de crecida cabeza, ya no dio para más).

La primera vez que llevas a tu hijo a un estadio, es un día esperado un día para atrapar en la memoria, siempre le estaré agradecido a papá por haberme regalado además del gorro y los antojos, uno de las tardes más hermosas de mi vida, y a Karina, mi hermana que quiero muchísimo, por haber fundado los motivos exactos para que viva esta pasión rojinegra hasta el último de mis días.

Dos poemas

Alma No sea alma gravitante en el vacío, no podría aunque quisiera, a ti asomarme. Vana voluntad, dedos que imagino resbalar ...